Clase online GRATUITA de acceso INMEDIATO

8 PASOS PARA COMER SIN ANSIEDAD

Ayer no tuve tiempo ni de fichar. Si el inicio del cole nos quita tiempo, el comienzo de jornada completa escolar, aderezada con tutorías y compras de última hora, es agotador. Sólo me faltó la avería del coche y tener que hacer la ruta a pie…
Bueno, vamos por partes. Tema bajada de peso, muy bien. He bajado 800 gramos esta semana. Acostumbrada a las vertiginosas bajadas de las dietas protéicas, me siento como la primera vez que arranqué un coche diesel. Pero estoy contenta porque como de todo. Si me apetece dulce, me como un yogur 0% con tres galletas, que son 4 puntos. El extra semanal lo he gastado comiendo una riquísima paella de verduras, que me hizo mi chico, para sábado y domingo (me encanta al día siguiente, calentada en sartén, que se tueste un poquito). Y he dicho que una semana me voy a gastar el extra comiéndome un gofre con chocolate y nata, que me encantan!
Me doy cuenta que, el hecho de poder comer de todo, me resta mucha ansiedad. Lo que yo llamo «mono de dulce» se reduce muchísimo. Y así es mucho más fácil seguirlo. La privación total de hidratos de las dietas protéicas terminaban por llevarme a un atracón, antes o después. Definitivamente, el método de los puntos me convence.

Uploaded with ImageShack.com
Tema abstinencia… (llevo un buen rato pensando en una palabra que defina lo que pienso). A ver, por una parte no me quejo. Ya no es el picoteo contínuo de antes, no es no parar desde que te levantas hasta que te acuestas. Es más, se me pasa la semana entera prácticamente sin comer nada entre horas. Y esto hacía años que no lo conseguía. Indudablemente, ayudada por la ilusión de bajar de peso con el método de los puntos. Lo que me hace dudar si realmente estoy abstinente, o estoy a dieta.
Y lo que me abate es la prueba de que hay ciertos problemas en mi vida, ciertas cuestiones emocionales, que me arrastran a la compulsión. Hasta aquí no es nada nuevo. Es más, estoy aprendiendo a hilar más fino y puedo ir identificando con mayor claridad a cuales puedo enfrentarme sin necesidad de comer y cuales me hunden en la más absoluta miseria.
Lo más doloroso es que, justo esos temas que me desestabilizan, son los que no puedo hacer nada para controlarlos, los que no dependen de mí.
Sabéis que pienso que, en mayor o menor medida, podemos cambiar nuestra vida, que tenemos la vida que queremos (dentro de unos márgenes) y también sabéis que mi talón de Aquiles son mis hijos. Mis hijos y el desamor. O, como lo definió perfectamente el otro día una compañera del grupo de ayuda… el desamparo.
Si no me siento querida, si me siento vulnerable y desprotegida… desamparada… como. Si mis hijos sufren o presentan conductas que me hacen sufrir a mí… como. Creo que, salvando esto, a todo lo demás puedo enfrentarme.
¿Por qué no me siento querida? Es curioso. A nivel consciente sí que tengo la sensación de estar rodeada de gente que me quiere. Tengo una familia que siempre me ha demostrado su apoyo y cuanto me valoran. Tengo amigos que me dicen que se sienten orgullosos de tenerme en su vida y que les aporto mucho. Y dos hijos muy cariñosos. A nivel de pareja nunca he tenido suerte, la verdad. A temporadas sí, pero no a la definitiva. Aunque imagino que el problema viene de la niñez. De padres divorciados con apenas 9 años (os hablo de hace 35 años), presencia de malos tratos del padre a la madre, conflictos entre ellos, manipulación emocional del padre a las hijas y abandono. Con diez años no puedes entender que tu padre pueda vivir sin ti, porque tú sientes que no puedes vivir sin él. Y supongo que las ausencias, la dejación de funciones, la manipulación psicológica… van pasando factura.
Recuerdo con terror el momento de enfrentarme a las entrevistas a las que nos sometieron para conseguir la idoneidad para adoptar a nuestros hijos. Sabía que iban a remover todo mi pasado, me iban a preguntar por mi infancia, la relación con mis padres… Y yo no quería, no estaba preparada. No lo he estado nunca y sigo sin estarlo. Prueba de ello son las lágrimas mientras escribo esto. Yo apenas tengo recuerdos de mi infancia y, los que tengo, no son buenos. No quería desenterrar todo ese dolor, pero era el precio que tenía que pagar si quería ser madre. El primero de varios.
Me derrumbé en las dos sesiones en que se trató mi infancia y respondí a sus preguntas como pude entre sollozos. Salí de aquella sala con el convencimiento de que no nos iban a declarar idóneos porque les debí de parecer una desequilibrada. Nada más lejos. No le dieron importancia y el proceso siguió su curso. Pero a mí me sirvió para darme cuenta de que, a mis 38 años, seguía sin superar el abandono de mi padre y la infancia que nos dejó con su marcha.
Esa niña abandonada sigue viva dentro de mí, de algún modo. Sigue perdida y desamparada, esperando que la quieran. Esa es la niña que come cuando ya no puede soportar tanto dolor. Y debe ser que su tristeza es más grande que mi voluntad, o que aún no he aprendido a controlarla. Porque cada vez que aflora me demuestra que es más fuerte que yo.
Y supongo que me aterra que mis hijos pasen por lo mismo. Y cada vez que ellos son rechazados, mi niña se asoma porque otros niños sufren… mis niños, sus niños.